Esta semana el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) nos confirmó lo que sospechábamos desde mediados del año pasado: el 2019 fue un año sumamente violento. De hecho, el más violento en cuanto a homicidios en la historia moderna del país. Según el reporte fueron 34 mil 582 victimas de homicidio doloso.
Más allá de la discusión sobre si el gobierno federal ha fracasado o no en su estrategia, o que si es necesario una reforma judicial para terminar con la violencia (lo cual será un tema próximo a abordar), me gustaría hacer algunas reflexiones sobre este fenómeno.
Y es que la violencia relacionada con el narcotráfico ha traumatizado a México durante los últimos 15 o más años. Las victimas vienen de todos los estados, de todos los estratos sociales y de todas las profesiones: hemos visto muertos entre políticos, jueces, magistrados, periodistas, funcionarios, soldados, policías, comerciantes, campesinos y muchos otros.
La llamada guerra contra el narco llevó a buena parte de la sociedad, y en ocasiones a algunos políticos, a lanzar un reclamo contra los países consumidores, particularmente a Estados Unidos. “Ellos ponen las armas, nosotros los muertos”, se suele comentar. No está a discusión el papel que ha jugado nuestro vecino en el consumo; sin embargo, llevan consumiendo drogas desde hace décadas, pero la violencia en los niveles que vemos a diario aquí, no tienen ni veinte años.
No hay duda de que las muertes asociadas con el narcotráfico son trágicas, cuanto menos. Tampoco hay duda de que se necesita un debate internacional sobre las políticas contra las drogas y la lucha contra las organizaciones criminales.
La afirmación “México pone los muertos” es obvia pues son mexicanas las victimas del narcotráfico en México. Sin embargo, la afirmación supone que la sola existencia de una industria ilegal de drogas ilegales basta para explicar ese tan elevado nivel de violencia. Por supuesto que la industria ilegal de la droga y otras formas del crimen organizado tienden a aumentar la violencia, pero no en los niveles exorbitantes que vivimos. En países como Myanmar, Laos, Bolivia, Perú, Paquistán, Turquía, Italia, Tailandia y Estados Unidos siempre han existido organizaciones criminales grandes y fuertes, pero en estos países la violencia asociada con la droga ha sido mucho menos que en México. Quizá el único caso similar al nuestro haya sido el de Colombia. Pero sobra decir que entre ambos países existe una diferencia histórica y social enorme.
En México el narcotráfico operó por mucho tiempo con niveles bajos de violencia. La violencia asociada con las drogas creció solamente cuando el PRI, que institucionalizó la corrupción mediante la cual controlaba el crimen, perdió las elecciones y el régimen político cambió en el año 2000.
En algunos sectores, suele citarse la prohibición como la raíz del problema, y se pone como ejemplo la prohibición del alcohol en los Estados Unidos en la década de 1920. Un punto de inflexión para que dicho país cambiara su política fue la famosa masacre de San Valentín, en la que la pandilla de Al Capone asesinó a miembros de la banda rival de “Bugs” Moran. En esa masacre murió un número “enorme” de pandilleros: siete.
Tan solo esta semana, un grupo delictivo masacró a diez músicos en Guerrero, sin que trascendiera demasiado en los medios de comunicación. Es lo “normal”.
Por ello, podría resultar una obviedad decir que es necesario y urgente buscar maneras de cambiar lo que estamos haciendo para mejorar nuestras políticas públicas. Pero para que la queja “México pone los muertos” tenga peso habría que demostrar que es “normal” que haya altísimos niveles de violencia cuando surge un negocio ilegal fácil de hacer y que genera grandes utilidades. México debe aceptar que si bien desafortunadamente “pone los muertos”, más grave aun es que también “pone a los asesinos” y que estos han nacido, han crecido, se han educado y han actuado en este país.
Por ello, considero, que debemos comenzar a cuestionarnos lo siguiente: ¿Por qué México pone los asesinos? ¿Por qué en México parece “natural” que la gente se mate por las utilidades de los negocios ilegales? ¿Por qué ha surgido la narcocultura? ¿Por qué las políticas públicas de asistencia social sencillamente no desalientan a los jóvenes de involucrarse en el narcotráfico?
Es necesario, pues, que México, y los individuos, comencemos a considerar opciones realistas: o cambiamos nuestros comportamientos o continuamos hundidos en la trampa de la impunidad y el sufrimiento colectivo.
Como legislador federal, también he reflexionado en las propuestas que en cuanto a la Ley se refieren, pues es el campo que me atañe. En la próxima edición de esta columna expondré algunas de ellas.