LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Por Benjamín M. Ramírez

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Intento recordar un sinnúmero de situaciones por las que ha pasado la Nación Mexicana entre 1810 y 2019. El esfuerzo es titánico e imposible para poder plasmar, aún por episodios, una trayectoria de luchas, traiciones, fracasos y victorias.

 

Hace unas cuantas semanas visité Dolores Hidalgo, Guanajuato —Cuna de la Independencia Nacional—, e intenté evocar ahí, en un inútil esfuerzo, la figura de Hidalgo, en la imagen de su hermano, la trayectoria de los insurgentes hacia Guanajuato, capital; el sitio a la ciudad minera, y por último, el asalto a la Alhóndigas de Granaditas, —a la postre— un sitio de almacenamiento, un granero —que según la historia patria— se convirtió en fuerte para las familias acaudaladas, de origen español, de aquel momento.

 

Recorro la “Alhóndigas de Granaditas” e imagino la batalla, en cada sección y me detengo en el módulo donde se encuentra la llama ardiente con los héroes que nos dieron patria y libertad.

 

La mente retrocede al momento del asalto al granero. Intento rehacer mentalmente la masacre: pasados a cuchillo, espadas, machetes, zapapicos u otros objetos punzocortantes descansaban con furia en la delicada e indefensa humanidad de la población española, objetos poli-contundentes, piedras y palos, truncaban la existencia de los infortunados que jamás imaginaron en la más remota idea a un pueblo enardecido que despertaba para sacudirse 300 años de oprobio, vejaciones, explotación y miseria. La figura inexistente del Pípila hace mella en la historia jamás contada.

 

La traición a Hidalgo, el fusilamiento, las cabezas colgadas de los insurgentes en las cuatro esquinas de la Alhóndiga…

 

Recorro con la imaginación cada tramo de las batallas del ejército aderezado con campesinos, indígenas y criollos. Inexpertos todos para los campos de batalla, en una guerra que no era de ellos ni para ellos. Campesinos e indígenas no sabían el porqué de la lucha, sólo obedecían las instrucciones de sus amos y morían sin comprender lo inútil de su inmolación.

 

Los indios no tenían un lugar en las bancas de las iglesias católicas, como siempre eran relegados en la última escala social, —empleados hasta la muerte en los trabajos de la mina— y por ello las arengas de Hidalgo jamás tuvieron un significado real. ¿Cuál independencia? ¿Cuál esclavitud? El ser humano se rinde ante su destino.

 

Quienes veían en el levantamiento armado una oportunidad para cambiar las cosas fueron los criollos. Ellos eran los más interesados en fomentar la lucha. El cambio era conveniente. Se harían del poder que les había sido negado por el sólo hecho de haber nacido fuera de España durante más de tres siglos.

 

La espera ya se había prolongado y las ideas que dieron origen a la lucha de independencia de la unión americana en 1774, estaba gestando una ola de inconformidad, encontrando eco en la revolución francesa y devolviendo con ello, el pensamiento ilustrado. Los ciudadanos deberían formar parte activa de las decisiones de gobierno, según las ideas de los enciclopedistas.

 

Por sí lo ignora, los indígenas tenían su sino ya trazado.

 

Empleados para las minas desde el momento de que fueran capaces de arrastrar pedazos de piedra en una canasta, se les denominaba achichincles. Debido a su complexión física, desde niños, los indígenas eran idóneos para el trabajo en los túneles de las minas establecidas en las regiones de Guanajuato, Jalisco, Zacatecas, San Luis Potosí, entre otros.

 

Y sí morían a nadie le importaba. Siempre había mano de obra a libre demanda. Apenas si se les pagaba con mendrugos de pan y frijoles por más de 18 horas de trabajo que desempeñaban desnudos, bajo condiciones precarias y una esperanza de vida que no rebasaba los 26 años.

 

Enfermos y orillados a la muerte por la inhalación constante de polvo, cristales y otros minerales altamente tóxicos, morían víctimas de un derrumbe o por la caída mientras intentaran llegar a la superficie o sucumbían heridos hasta la muerte por la tortura inhumana e indolente a manos de sus verdugos.

 

Y hoy, después de más de 209 años, se reconoce a los pueblos indígenas como parte fundamental en la construcción de una nación que los rechaza, encasilla, relega, discrimina y los mata. Invisibles para unos, innecesarios para otros. Siempre, como carne de cañón, desde el inicio de la independencia.

 

Es por ello que si vale gritar ¡Vivan las comunidades indígenas! ¡Viva el heroico pueblo de México!

 

En otro tema. En esta semana también se conmemora un aniversario más de “Todos los sismos” que huele a corruptelas, a robo, a descaro, a insensibilidad humana.

 

Años han pasado y todavía no se reconstruye lo que debe ser levantado. Donaciones y solidaridad humana demostrada han ido a parar al limbo de la transparencia. De las más de dos mil escuelas que deben reconstruirse sólo han sido atendidas alrededor de cincuenta. Sin contar las casas de los afectados por los movimientos telúricos pasados.

 

Basta recorrer la calzada de Tlalpan para darse cuenta de la falta de sensibilidad humana o visitar Oaxaca o Chiapas, quienes aún esperan, —siempre esperan—, que el uso de los recursos sea transparente, y en suma, se reconstruya, lo que por ser un derecho humano, debe ser atendido: derecho a la vivienda.

 

¿Dónde están, Rosario, los recursos? ¿Dónde han quedado, Hacienda, las donaciones de la comunidad internacional? ¿O levantarán el puño para que hagamos silencio?

 

¿Vivan las comunidades indígenas? ¡Qué vivan, mejor!

 

Lamentable los hechos suscitados durante la noche del grito en Xalapa, Ver.

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