Nunca he tratado de ostentarme como especialista de alguna disciplina o tema, sin serlo. Me parece una acción alejada de toda ética profesional. Veo con asombro que muchos comentaristas de noticias o pseudoperiodistas se asumen como especialistas del tema de coyuntura, sin ningún tipo de rubor. Un día son expertos en energías renovables, otro en petróleo, otro día más en cambio climático, en migración, en relaciones internacionales. Pero nunca habían surgido tantos epidemiólogos como ante la pandemia del COVID 19.
La mayoría de la comentocracia se hizo especialista a través de las redes sociales. Ni siquiera tomaron un curso patito en línea; cuando mucho han escuchado a alguien en alguna conferencia virtual, de las que hoy proliferan. Además, como solo leen los mensajes de sus afines, utilizan siempre los mismos dichos, obsesiones y lugares comunes.
No se requiere se especialista cuando el objetivo es normar criterio frente a un tema tan complejo como el del COVID 19. Yo prefiero cederles la palabra a los médicos y epidemiólogos que conocen del problema. No me fío de los todólogos que ante opiniones bien informadas salen con su referencia a algún medio de comunicación amarillista. O que citan a ciertos personajes públicos concediéndoles argumentos de autoridad. Prefiero escuchar a los verdaderos conocedores.
Sin embargo, como académicos tenemos cierto entrenamiento lógico para rechazar algunas suposiciones o razonamientos que carecen de fundamento. La mayoría de los “epidemiólogos de ocasión”, sostienen que los efectos negativos de la pandemia “pudieron haberse evitado”. Una de las cosas que más me llaman la atención es que cuando analizan la diseminación del virus, no refieran a las condiciones estructurales del país y que son básicas para explicar cómo se desarrolla una pandemia. Toda su argumentación gira en torno al número de confirmados, sospechosos y muertos, así, al margen de la realidad económica y social de los mexicanos.
México es un país profundamente desigual, con una distribución del ingreso inequitativa y con problemas de salud de sociedades pobres y emergentes: desnutrición, obesidad, diabetes, hipertensión y enfermedades crónico degenerativas. Ello conlleva altos niveles de comorbilidad, es decir, padecimientos combinados. A ello se suma un sistema público de salud en crisis, producto de una política de décadas de abandono gubernamental para propiciar el crecimiento de los servicios privados.
No se requiere mucho conocimiento del tema para comprender que esa situación estructural es propicia para un crecimiento exponencial de la pandemia. No son suficientes los consejos oficiales de tomar medidas preventivas como la “Sana distancia’, “Lávate las manos continuamente” o el “Quédate en casa”. Entre otros indicadores de una sociedad desigual, destacan el que un número muy elevado de familias carecen de agua y que casi 40 millones de mexicanos desarrollan actividades informales y viven al día; por ello tienen que salir a conseguir el sustento. Contra eso tiene que lidiar cualquier programa gubernamental de contención. Cierto, hay un sector de la población muy irresponsable: quienes creen que el COVID 19 es una invención, hasta los que pueden quedarse en casa pero han decidido salir del confinamiento a fiestas o reunirse en sitios inseguros. Pero también, hay funcionarios públicos, como algunos gobernadores, que en su afán de hacerse autopromoción para futuras candidaturas, dicen saber más que la Secretaría de Salud y dictan medidas temerarias y contraproducentes.
Una de las obsesiones de los “epidemiólogos de ocasión” se resume en el argumento de que la pandemia ha alcanzado las proporciones que conocemos porque no se hacen suficientes pruebas diagnósticas. Nos dicen que si se hicieran pruebas a toda la población, se confinaría a los positivos y ya no habría más infectados. Pequeño detalle: según datos oficiales, la población de México es de 126.2 millones de personas. Ese sería el número de pruebas que se requerirían para cubrir las expectativas de nuestros especialistas por correspondencia y todas hacerse al mismo tiempo. Si sólo se aplicaran 10 o 20 o 30 millones, de nada serviría. Dichas pruebas, además, para tener efecto preventivo, tendrían que replicarse cada 15 días. Es de verdad un verdadero disparate.
En México tenemos médicos y epidemiólogos de primer nivel, formados en reconocidas instituciones nacionales y del extranjero que están enfrentando la pandemia. Sin embargo, también hay charlatanes, “epidemiólogos de ocasión”. Lo dicho: país desigual y de contrastes.