La pandemia del coronavirus (Covid-19) ha puesto a cada quien en su lugar. Para eso sirven las crisis: los actores se definen, siempre en torno a quien identifican como el poder que ha tomado bajo su responsabilidad la respuesta a la pandemia. No ha sido diferente en el caso de México. Como todo régimen presidencialista, la mayoría de los ojos están puesto en lo que haga o deje de hacer el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Es muy difícil guardar la ecuanimidad en ese tipo de coyunturas, más cuando las redes sociales son un vehículo fundamental donde se ventilan las distintas posturas. Efectivamente, uno de los cambios más importantes en la discusión pública ha sido el uso intensivo de redes sociales. Anteriormente, muchas de las posiciones ideológicas y políticas se camuflaban frente a un número importante de los miembros de una comunidad. Hoy es muy difícil; filias y fobias salen a la luz. Antes, por ejemplo, era difícil ubicar las diferencias entre un panista y un perredista. Muchos podían presentarse como “buenas ondas” frente a otras denominaciones políticas. Se definían en función de su antipriismo. Eso ha quedado atrás, salvo para aquellos que continúan agazapados en el anonimato. En el mundo académico esto resulta muy claro.
El mundo académico y el del periodismo son cosas aparte. Aunque hay quienes ejercemos el doble papel: académicos pero con fuerte presencia en medios y redes sociales. Es un riesgo desde luego porque equivale a aparecer “desnudos” frente a la opinión pública. Por supuesto hay quienes deciden no correr ningún tipo de riesgos. Continúan en la zona de confort desde su cubículo sin arriesgar ningún tipo de opinión. En lo personal me parece inconcebible, sobre todo en el área de las ciencias sociales puesto que tenemos una obligación frente a la sociedad: analizar con la mayor objetividad posible los problemas y fenómenos del entorno. Además, se supone que la divulgación y vinculación son actividades reconocidas de nuestro quehacer académico.
El otro sector que se encuentra en el ojo del huracán es el del periodismo. La mayoría de quienes monopolizaron los principales medios de comunicación han perdido influencia, pero sobre todo credibilidad, a partir de una doble condición. El mismo crecimiento exponencial de las redes sociales y la cancelación de los flujos de dinero provenientes del sector público. En el primer caso, sabemos que se trataba de un inmenso poder del que gozaban algunos comunicadores pues era imposible que los medios contrataran a alguien que se atreviera a criticar al gobierno en turno. Sobre todo durante el largo periodo autoritario y preferentemente en el ámbito de la radio y la televisión. Poco a poco aparecieron opciones en la prensa escrita, pero sus posibilidades de influencia sobre la opinión pública eran limitadas. La llegada del nuevo gobierno fruto de las elecciones de 2018 cambió en mucho esa situación de exclusividad y algunos de ser voceros del régimen se convirtieron en sus más férreos críticos. El flujo de dinero se interrumpió y decidieron aliarse con los poderes fácticos quienes continúan financiándolos. Hoy se encuentran en una cruzada por descarrilar al gobierno actual.
Lo que sucedió este fin de semana los pinta de cuerpo entero. Ante la urgencia de criticar la política sanitaria del gobierno, salieron a informar que el empresario de 71 años (y enfermo de cáncer, cosa que nunca refirieron) Jos Kuri Harfush haba fallecido de Covid-19. Minutos después la familia aclaró que era una noticia falsa, que el empresario se encontraba grave, pero no había fallecido. Tampoco habían difundido que el empresario adquirió el virus en su estancia en Vail, Colorado, Estados Unidos donde se fue a pasar vacaciones. Academia y periodismo tienen una gran responsabilidad social. En ambos, el ejercicio objetivo y responsable es una obligación. No actuar conforme a principios éticos es irresponsable y corrupto. Lo dicho, la crisis está poniendo a cada quien en su lugar.