En días recientes el suicidio de la estudiante del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), Fernanda Michua Gantus, visibilizó un grave problema que se vive en algunos centros de educación superior. Fernanda estudiaba las licenciaturas en Derecho y Relaciones Internacionales en dicha institución. Como sabemos, el ITAM es una institución privada fundada el 26 de marzo de 1946 por Raúl Bailleres Chávez y cuyo lema es: “Por un México más libre, más justo y más próspero”. Ahí se han formado las élites que la convirtieron en la principal proveedora gubernamental de cuadros técnicos durante un largo periodo: entre 1982 y 2018. Se decía que para ocupar un cargo de alto nivel tendrías que haber pasado por las aulas del ITAM. Llama mucho la atención que la plaza central en su edificio de San Ángel dedicada a los egresados ilustres simboliza los valores itamitas: ahí han puesto los retratos de todos los prohombres de los últimos gobiernos, incluyendo a Felipe Calderón.
La polémica se ha desatado a raíz del infortunado suceso. Pero no es el primero; al parecer se trata del tercer suicidio durante el último semestre. Y por los comentarios de analistas y otros interesados en el tema de los métodos de enseñanza, hay dos grandes posturas. Los de la vieja escuela, que sostienen que las “letras con sangre entran”. Aquellos que estiman que los alumnos deben ser exigidos al máximo y que se trata casi casi de una selección natural. “Los débiles” se quedarán en el camino: no terminarán, colapsarán al ser llevados al extremo del estrés. Piensan que así prepara mejor a sus estudiantes para afrontar la realidad de fuera. Es muy difícil y competitivo el mercado laboral, sostienen, por lo que el padecimiento en las aulas les da mejores armas para cuando tengan que enfrentarse ante sus adversarios, que además, con toda seguridad serán sus mismos compañeros de carrera.
Para esta versión de lo que significa el aprendizaje, hay una importación –tergiversada- de lo que se considera el ejemplo internacional de educación exitosa: las universidades norteamericanas. Si bien es alta la exigencia, las mejores universidades no degradan a sus estudiantes. Lo que hemos visto en estas universidades mexicanas es que se trata de aterrorizar a los estudiantes y llevarlos al límite. Para estas instituciones y sus docentes, los estudiantes son seres inferiores que no deben tener opiniones personales: están ahí para obedecer, lo que sus brillantes profesores les ordenen. Y sucede que en las grandes universidades de gran prestigio, ni por asomo se les trata con desprecio ni se les niega expresar sus opiniones. Se trata de una importación bananera de lo que sucede a nivel internacional.
Hay otra visión pedagógica que aunque reivindica el rigor, no lo hace sobre la denigración del estudiante. El aprendizaje será gozoso o no será. Aprender, significa descubrir para transformar. Eso requiere tiempo, reflexión dentro de un proceso continuo y acumulativo. Llaman la atención aquellos profesores que atiborran a sus alumnos de lecturas: para ellos la cantidad es más importante que la calidad. El objetivo de la educación, además de proporcionarles herramientas técnicas para plantear y resolver problemas, debe ser la de formar ciudadanos de calidad, es decir, aquellos capaces de cumplir con sus obligaciones y de ejercer sus derechos. La ignorancia lleva a pensar que basta que un académico sea un buen investigador para que automáticamente se transforme en un buen profesor. No siempre es así o casi nunca. Se requiere estudiar didáctica, aprender a ser maestro. No se nace siendo pedagogo; también requiere estudio. Generalmente los malos profesores son los que torturan a sus estudiantes. No saben que el conocimiento se construye y requiere paciencia, dedicación y muchas horas dedicadas a la materia, pero no bajo condiciones enfermizas de leer sin entender o asimilar. El conocimiento casi siempre es producto de la empatía entre la institución, los profesores y los estudiantes. La arrogancia, el desdén, el fastidio, conducen al fracaso. Es la hora de revisar los métodos pedagógicos de esas instituciones que premian a los profesores que reprueban a sus estudiantes a quienes ven como un simple dato estadístico. El conocimiento debe ser descubrimiento gozoso, festivo y transformador. Lo otro, en el mejor de los casos, es un fraude educativo y, monetario, claro.